
Ernesto SÁBATO
Descubrir que hay alguien que ha visto lo “esencial”, intuir que existe una persona que puede entenderlo al él mismo, mueve al pintor a buscar por caminos inciertos y vacilantes a María Iribarne, hasta encontrarla, por casualidad, meses después. Todo el proceso que acaba desembocando en el crimen –cómo la conoció, cómo la amó y cómo acabó con su vida- es el que quiere contar Castel en su manuscrito, que convierte en una mezcla de novela policial y ensayo filosófico, delirante y desesperado sobre la existencia y la incomunicación humanas.
Esa primera persona que nos hace espectadores privilegiados del delirio de Castel, de su realidad deformada, y ese recurso al manuscrito que nos convierte en interlocutores nos fuerzan también a sentirnos implicados y nos obliga además a poner todo nuestro afán en comprender lo que parece incomprensible. “...y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA”, subraya el propio Castel. La locura del pintor lo envuelve y lo ahoga como a un barco las olas del temporal y, sin embargo, de vez en cuando recupera la lucidez y, como si sacase la cabeza del agua para respirar, se enciende ante sus ojos una luz, pero una luz negra: “...había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío (...) en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles”.