Es éste un viaje al horror del hambre, el frío y la supervivencia. La atmósfera claustrofóbica lo domina todo creando un submundo, un ghetto multicultural en el que sobrevivir depende de la capacidad de adaptación y sobre todo de la suerte de cada individuo. No hay reglas, sólo la del más fuerte, no hay un idioma común y la inexperiencia y debilidad cuestan la vida.
Los personajes se diluyen en la realidad del “lager” (campo) que los engulle, por eso su recuerdo se convierte en el único vestigio de su sufrimiento final. De la misma forma pasan por este libro de memorias: no hace falta saber cuándo, cómo y por qué llegan, tampoco cuál será su destino. Su estigma y final son fácilmente imaginables.
Escrita con la memoria reciente, con el recuerdo que busca una pretendida objetividad bajo la que late un rencor contenido hacia el nazismo. Este primer tomo de memorias (le siguen más tardíamente La tregua [1963] y Los hundidos y los salvados [1986]) comienza algo disperso y titubeante, con cierta discontinuidad inicial reflejo de la confusión de los primeros días. A medida que pasan las semanas de reclusión consigue captar la animalizada micro–sociedad creada en el “lager”, despiadada con el débil e inadaptado, en la que aún brillan momentos de amistad, lirismo y nostalgia por la vida que dejaron fuera… y que sólo el 5% de los presos recuperarían.
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